Todo empezó con una pieza de ajedrez y una piel de cebra. Javier Sanz, que había estudiado Derecho en la Universidad de Alcalá de Henares, ya había comenzado su recorrido con algunos poemas e instantáneas de la naturaleza, pero todavía no se había topado con las composiciones que marcarían su carrera y que, más tarde, le llevarían a la escultura. La forma de encontrarlas fue una metáfora, "jugando al ajedrez sobre una piel de cebra", así como la decisión de trasladarla a la realidad para inmortalizarla. A partir de ese momento, las composiciones fotográficas y la escultura se convirtieron para él en una constante. Alrededor de 50 de sus obras, entre nuevas y antiguas creaciones, pueden observarse en la Galería Arte Imagen donde, bajo el título de Pulsiones de hierro, el artista logra, como siempre, impactar al espectador; consiguiendo reunir en una sala toda la dulzura y la violencia de la vida.

-¿De dónde surge Pulsiones de hierro?

-Viene de una idea que tenía. Quería meter en una pieza de hierro de dos metros de alto, como si fuera el confesionario de una iglesia, una escafandra. Iba a abrir un poco el hierro para que se viera. Y cuando lo hice, vi que no funcionaba, pero me quedé con la idea de esa abertura, de darle vida orgánica al hierro. Eso se consigue impactando, y para impactar hay que salir de la norma, buscar imágenes nuevas que nadie haya visto.

-¿Qué quiere que sienta el espectador cuando las vea?

-Quiero que se emocione. El arte es como un puente entre dos espíritus, así que lo peor que te puede pasar es resultar indiferente al espectador. Ese es el mayor fracaso como artista.

-Es difícil resultar indiferente con temas como la incertidumbre o el paso del tiempo. ¿Se enfoca en las preocupaciones existenciales del ser humano?

-Sí, claro. Me obsesiona bastante el tema del azar, el caos, el que estemos aquí sin ningún propósito o sentido. Antes de la física moderna y la teoría de la relatividad, estaba la física newtoniana, que hablaba de un orden, de que el universo funcionaba como un reloj y que parecía que las leyes las había escrito una inteligencia divina. Y ahora es un poco lo contrario. Se ve que no hay ningún orden detrás, ningún propósito, ningún sentido. Que el universo ha surgido al azar, y que el hombre está inmerso en una inmensidad vacía.

-Hay cierta dulzura en muchas de sus imágenes de la naturaleza, pero su obra escultórica es muy agresiva, ¿por qué?

-Es un poco mi lado oscuro [se ríe]. Es con lo que me gusta jugar, de lo amable a lo brutal, porque la vida en el fondo es así. Tienes una momento muy dulce, y de repente hay un acontecimiento que te hunde y que te provoca una época negra. Como la vida te da una de cal y una de arena, también me gusta hacer eso en mi obra.

-Y esa dulzura de sus imágenes, ¿la encuentra espontáneamente y la inmortaliza o la busca de forma intencionada?

-Depende. Por ejemplo, la foto de los pétalos de magnolia es de cuando estuve en Australia. Había salido en barca en una excursión para fotografiar cocodrilos, pero no vimos casi ninguno. Al atardecer, sin embargo, me encontré con la luz que incidía sobre dos pétalos que estaban sobre el barco. E hice la fotografía del día. Lo cierto es que te tienes que amoldar a las circunstancias, aprovechar la escasa suerte que se suele tener. Muchas veces, si quieres captar una luz, dura 5 o 10 minutos, y solo tienes ese instante. Es como una cacería.

-Esa fotografía de los pétalos contrasta mucho con las púas de hierro, una constante en las esculturas de esta exposición.

-Sí, las púas son la violencia, y la violencia es la constante del universo, el desencadenante del cambio. Lo que quería era reflejar un poco esa violencia que hay en la naturaleza. No mostrar solo el pétalo de la flor, sino también toda la violencia que hay detrás. El contraste brutal entre la inocencia y el entorno hostil.