Sergio del Molino vuelve a explorar el duelo en La mirada de los peces, que presentaba ayer en un encuentro organizado por el Centro de Formación y Recursos de A Coruña. Su última novela, un relato de su juventud en el barrio zaragozano de San José, es también un retrato de su profesor de filosofía, el activista Antonio Aramayona, y de todas las confesiones que puso por escrito tras la llamada en la que le dijo que había decidido suicidarse.

- ¿De qué se confiesa en La mirada de los peces ?

-De muchas cosas incómodas y de muchas cuestiones que tienen que ver con la culpa. Aquí me confieso de la conciencia de haber sido muy imbécil en muchos aspectos de mi vida [se ríe] y, sobre todo, de la inquietud que me llena al preguntarme si me he portado bien con la gente que ha sido importante para mí, en este caso, el profesor Aramayona.

- ¿Fue incómodo escribirlo?

-Incómodo no, porque yo siempre me enfrento a todo lo que me pasa escribiendo. Pero sí que me fuerzo a que la literatura me ponga delante de un espejo en el que casi nunca salgo bien parado.

- Aramayona es el que impulsa esta novela, ¿cuándo decide escribirla?

-Decido escribirla cuando me llama para decirme, con un tono muy aséptico y raro, que ha decidido finalizar su vida. Esa llamada para mí es completamente inesperada, me deja en shock y mi primer impulso es sentarme a escribir. Yo desde hacía tiempo quería escribir sobre mi relación con Antonio e indagar en la adolescencia. Pero me di cuenta, cuando empecé a rellenar los cuadernos, que lo tenía mucho más madurado de lo que creía. Fue una escritura muy catártica.

- ¿Un modo de despedirse?

-No, porque leyó solo unas cuantas páginas. Me hubiera gustado que hubiera leído el libro entero, pero no dio tiempo porque él se había puesto una cuenta atrás, y el de 5 de julio de 2016 decidió suicidarse. Pero no era una forma de despedida. Esto tiene más que ver con mi deseo de indagar en el duelo, lo que ha significado la muerte en mi vida, sobre todo desde la muerte de mi hijo Pablo con el libro que le dediqué en La hora violeta.

- También lo trató en Lo que a nadie le importa , ¿qué le atrae de estos vacíos?

-Para mí es algo inevitable, algo que me ha venido impuesto por la vida. Tal vez a mí me hubiera gustado ser otro tipo de escritor, mucho menos solemne, menos apegado a grandes temas y mucho más frívolo, pero la vida me ha colocado en este punto, y uno no sabe si elige los libros o los libros le eligen a él. Yo, en este caso, creo que me van eligiendo a mí.

- ¿Le sirve para conocerse mejor, usa la literatura como psicoanálisis?

-Yo creo que el relato de uno mismo no sirve para conocer nada, sirve para construirte un personaje. Los libros van sobre mí relativamente. Ha habido algunos lectores muy inteligentes que han dicho que mi primera persona es muy tramposa, porque parece que hablo mucho de mí, pero no hablo casi nada.

- ¿Se ha quedado mucho en la recámara, entonces, de ese Sergio adolescente que describe?

-Sí, claro. Cuentas una mínima parte de lo que eres. Al final es una forma de controlar el discurso. Somos conscientes de que, si no nos contamos nosotros, nos va a contar alguien. Y no nos va a gustar [se ríe].

- ¿Cómo se ha visto en ese viaje a la adolescencia?

-Me he visto como otra persona. He narrado mi adolescencia como si narrase la de otro, porque no me reconozco en casi nada. Eso es una ventaja narrativa porque puedes tratarte con mucha más dureza de la que te tratarías si realmente te conocieras. Me he visto como un gilipollas, básicamente [se ríe].

- Dice que los jóvenes de ahora son mejores.

-Sí. Creo que hay un discurso muy catastrofista con la juventud. Desde la prehistoria, los padres se han quejado de los hijos. "En mis tiempos nosotros sí que cazábamos bien los mamuts", dirían. Pero veo a los chavales de 15 y 16 años y muchas de las cuestiones relativas a la violencia ya no son invisibles. Si ahora se habla tanto de bullying es porque preocupa. En mi época estaba totalmente normalizado.