La versión de la séptima sonata de Serguéi Prokofiev valió a la pianista belga una cerrada ovación. No era para menos porque, pese a su aspecto juvenil, frágil y delicado, la tremenda pulsación puso de relieve toda la fuerza incontenible, la desatada violencia, de los movimientos extremos de esta difícil sonata. En ellos se reconoce al enfant terrible que Prokofiev llevó siempre consigo y que aflora en esta segunda (1943) de sus tres sonatas de guerra.

En la misma línea de poderosa pulsación y fuertes contrastes nos ofreció Katia Veekmans-Cieszkowski un espléndido Beethoven; aquí supo traducir también los momentos de dulzura que, además de la inspiración violenta, halla el compositor alemán en el primer movimiento.

El segundo tiempo, con sus cuatro variaciones, es un remanso de lirismo que prepara el tumultuoso tercer tiempo a través de un puente (como en la Quinta Sinfonía) y donde la artista mostró el formidable mecanismo de que se halla dotada.

El recital comenzó con Chopin y terminó con el músico polaco. Fue el segundo bis (el primero, una bella transcripción de la Danza del hada del azúcar, de El cascanueces, de Chaikovsky).

En los dos nocturnos iniciales, Katia pareció inclinarse por una versión objetiva, neutra en cuanto al sentimiento y con un restringido empleo del rubato. Hay una escuela que propugna esa forma de tocar al gran pianista.

Pero Chopin fue un romántico con todas sus consecuencias. Por ello, me quedo con el segundo bis, el conocido Vals en Mi menor, opus póstumo, en una preciosa versión que nos devolvió al compositor, tal como una sostenida tradición interpretativa nos lo ha hecho llegar hasta nuestros días.