Es original, ofrece cosas singulares que en algunos casos llegan a la brillantez y está dirigida con tacto y pulso, aunque a veces pierde parte de su encanto por apoyarse en recursos un tanto pasados de rosca. Narra una noche de San Valentín en un famoso restaurante belga donde varias parejas sumergen al espectador en sus historias y ganó los premios del público en los festivales de Festroia y Verton.

Es la ópera prima del realizador Joel Vanhoebrouck, vinculado desde comienzos de siglo a la televisión y autor de varios cortos de considerable prestigio. Miembro destacado del cine valón, es fiel a la línea editorial de la serie que un prometedor grupo de cineastas han forjado. Lo que vemos se puede definir como una comedia coral menor pero aceptable, ambientada en un restaurante que gestiona Pascaline en Bruselas en compañía de su chef Angelo.

La paradoja es que lo que en principio adelantaba una cena encantadora para personas que se quieren y que celebran el día de los enamorados, acaba erigiéndose en la mayor parte de los casos en un motivo de conflictos, algunos realmente graves, que insisten en la hipocresía, en la mentira y hasta en el enfrentamiento. Estructurada como si se tratara de un menú, desde el aperitivo hasta el postre, las cosas se desarrollan a medida que se van consumiendo platos sofisticados y de alta cocina. La mirada más intensa se dirige sobre Pascaline, entre otras cosas porque aspira a conseguir una nueva distinción para su establecimiento, pero también porque ha aparecido en su restaurante sin previo aviso el que fue el amor de su vida, que la dejó 23 años antes, con la propuesta insólita de que vuelva a su lado para empezar otra vez juntos una aventura en Buenos Aires.

Cada una de las mesas es un caso distinto que se vale tanto de la comedia como del drama, con destellos más felices cuando se subraya el humor. Deja, finalmente, un desigual sabor de boca, pero no requiere de soluciones digestivas para que se consuma con relativa avidez.