Denota en su sintaxis el sello propio de un creador maduro que sabe muy bien lo que hace y es una de esas películas que van configurándose paulatinamente desde una situación de partida muy poco explícita. A medida, sin embargo, que el relato va tomando cuerpo y las piezas que parecían anárquicas encajan perfectamente la luz se hace de forma notable, valiéndose para ello de la sensibilidad y de la coherencia de los personajes. Esta es, por encima de todo, una cinta sobre el amor, que puede vencer las duras y terribles barreras que se oponen a su desarrollo.

Transcurre en dos tiempos, en el París de los años sesenta, con una madre, Jacqueline, decidida a entregarse por entero al cuidado de su hijo Laurent, que tiene el síndrome de Down y que, por ello, ha sido abandonado por el padre, y en el Montreal de hoy, donde Antoine, un disc jockey de éxito padre de dos hijas, acaba de separarse de su esposa enamorado de otra mujer que le hace sentirse el hombre más feliz del mundo.

Fue una de las películas más galardonadas del cine canadiense de 2011, obteniendo dos de sus once nominaciones a los Genie (los Goya de Canadá), incluido el de mejor actriz para la espléndida Vanessa Paradis. Autor previo de La Reina Victoria, un exquisito producto histórico, el director Jean-Marc Vallée tiene ese don que le permite adentrarse de lleno en sus protagonistas y lograr así que el espectador conozca a fondo sus problemas.

Lo consigue, además, logrando una labor espléndida de los actores, especialmente de la citada Vanessa Paradis, que logra momentos notables de intensidad y afecto con un niño, Marin Gerrier, que padece el síndrome de Down y con el que compartió vivencias un mes antes del rodaje, que permiten que fluya entre ambos una considerable ternura. Aunque algo oscurecido por ella, también Kevin Parent, el padre divorciado, desempeña una labor muy meritoria. Se vale, por otra parte, de la música, sobre todo de la canción que justifica el título, para establecer unos vínculos necesarios en el relato.