La joven debutante Émilie Dequenne daba vida, en Rosetta, a una joven de diecisiete años que se removía encarnizadamente contra sus circunstancias: el despido laboral y la convivencia en una caravana junto a una madre alcohólica. En realidad, sólo quería vivir una vida normal? Han transcurrido quince años entre aquella Palma de Oro de los Dardenne y Dos días, una noche, el último filme que firman al alimón, contextualizado en la presente crisis económica global.

Su dispositivo fílmico y ético no ha cambiado. Se mantienen fieles a una voluntad de estilo de raíces neorrealistas y aferrados a temas bajo los que subyace una problemática social concreta, encarnada por un protagonista al que la cámara sigue de cerca. En esta ocasión, y a través de ese dispositivo de seguimiento (no tan asfixiante como en Boy Eating the Bird´s Food o El triste olor de la carne, otros retratos recientes de individuos frente a la crisis y el desempleo), conoceremos paulatinamente la situación de Sandra y la cruzada que está a punto de iniciar.

Para ser readmitida en su puesto, ha de convencer a sus compañeros de que renuncien a la paga extra, y tiene un fin de semana para ello. Así comienza una cuenta atrás donde el drama social incorpora elementos de intriga, especialmente, por el modo como los hermanos belgas desarrollan el tiempo fílmico y el retrato, en tomas largas, de un personaje vulnerable, entre el pánico y la espera. Es la primera vez que los Dardenne cuentan con una actriz de primera línea, no belga, y resulta afortunado el trabajo de Marion Cotillard a sus órdenes, despojada de la impronta de su apellido y de la estela de sus roles precedentes, convertida en un cuerpo frágil, tembloroso, a punto de quebrarse, del que sentimos hasta la respiración entrecortada.

Se les podrá reprochar a los Dardenne cierta reiteración formal y temática o falta de riesgo, pero siguen siendo modélicos en la (re) composición de la dignidad humana y la activación de empatía en el espectador.