Consolida el prestigio y el buen hacer del director argentino Pablo Trapero, que ya había demostrado su categoría y su solvencia con títulos de la talla de Familia rodante, Leonera, Carancho y Elefante blanco y que en esta crónica negra de la página de sucesos de su país, que recibió el León de Plata al mejor director en el Festival de Venecia, certifica que estamos ante uno de los nombres más maduros del actual cine argentino.

Sus logros más notorios de esta cinta se asocian tanto a la descripción de unos personajes que cobran vida y que actúan con una naturalidad considerable como a una ambientación que respira el clima triste, siniestro y decadente de los últimos años de la dictadura y que es el perfecto decorado para una sucesión terrible de crímenes. La trágica actuación del clan de los Piccio se vio amparada, para no despertar sospechas en el vecindario, por el hecho de que aparentaba ser una familia normal del barrio bonaerense de San Agustín, en la que padres e hijos actuaban sin llamar la atención y sin levantar la más mínima sospecha. Nadie podía intuir, desde luego, que sus miembros, con mayor o menor responsabilidad, ocultaban una doble personalidad que alternaba lo tradicional y lo correcto con unos brotes psicóticos realmente espeluznantes.

Todo acaeció entre 1976 y 1983, en el ámbito de un estado terrorista que se caracterizó por la tortura y el asesinato y que hizo desaparecer a más de 30.000 compatriotas. En los últimos estertores de este periodo de pesadilla el patriarca de los Piccio, Arquímedes, llevó a cabo una serie de secuestros de personas de familias adineradas, por los que pedí a una enorme cantidad de dinero, y a los que no sólo no liberaba al hacerse con el botín del rescate sino que los asesinaba.

En este entorno sociopolítico, la cinta mira con especial detenimiento la figura de Arquímedes, avalado por la gran labor de Guillermo Francella, que actúa siempre sin tener conciencia de sus crímenes y de su crueldad, con una pasmosa tranquilidad. También se fija en el hijo mayor, Alejandro, que había adquirido cierta popularidad como jugador de un equipo de rugby y que intervenía en la planificación de los secuestros, aunque no en los asesinatos. El resto del clan, la esposa y las hijas, no colaboraban en el tema, pero queda muy claro que sabían lo que estaba pasando en lo más oculto de su casa