Su mejor atributo es que se rodó en la India y aprovechó buena parte del encanto y de la fascinación que desprende un país único, aquí al servicio de un relato terrorífico que habla de muertos que resucitan al caer la noche y de puertas misteriosas que no pueden atravesarse y que separan dos mundos incompatibles.

Un argumento que no es nada original, que insiste en las terribles consecuencias de transgredir unas normas sagradas que alteran la estabilidad de las cosas. El director Johannes Roberts, que ya había filmado en la India su película Storage 24, coincidió con su guionista habitual, Ernest Riera, en que el gran país asiático ofrecía todas las exigencias de una cinta de terror con ingredientes exóticos inspirados en leyendas que seguían vivas entre la población. Y sobre tales supuestos, las cámaras se instalaron en Bombay.

Aunque el relato no aporta ingredientes que no sean ya conocidos y prácticamente todos se han exprimido con asiduidad en productos de miedo, por lo menos el escenario indio y la presencia de elementos propios de la cultura y de la religión hinduista suponen un mínimo aliciente. No se impide con ello que la historia se sitúe a veces al borde de lo grotesco, pero podría argüirse que se frena lo peor. Y eso a pesar de que la parte final se convierte casi en un aquelarre que llega a perder el sentido de la estabilidad y de lo sensato.

El terror se dispara, tras un comienzo nada despreciable, cuando María, una norteamericana que vive en la India con su esposo Michael y su hija Lucy, tiene acceso a través de una asistenta nativa a una leyenda del entorno en base a la cual en una población cercana y deshabitada, Bhangarh, existe un templo abandonado que permite contactar con los familiares muertos.

Destrozada por la reciente muerte de su hijo Oliver, decide desplazarse hasta tan siniestro lugar. Lo peor es que no puede evitar incumplir una norma sagrada que amenaza con irritar a los fantasmas del lugar y acarrear una tragedia.