Se deja sentir en todo momento la clase, la sabiduría y, sobre todo, la veteranía de un cineasta como Jean-Paul Rappeneau, un clásico del cine galo que tiene en su haber títulos de la talla de ´Cyrano de Bergerac´ y sigue haciendo películas después de rebasar los ochenta años con la misma seguridad y habilidad de siempre, demostrando su pericia para enfrentarse a su género predilecto, la comedia romántica.

El único problema que ha tenido en esta ocasión es que no ha podido cumplir su compromiso de hacer un largometraje cada cinco años por razones que tienen que ver con los nuevos criterios de producción que rigen en la pantalla y que motivaron que dos meses antes de empezar a rodar, el proyecto se cancelase por cuestiones de presupuesto. Por eso desde su anterior estreno, ´Bon voyage´, han discurrido 12 años. Pero semejantes avatares no ponen en entredicho la incontestable plena forma del director, que controla a la perfección todos los resortes de su trabajo.

Lo hace, además, con un encanto especial, abordando cuestiones como las rencillas que provocan las herencias en el seno de un clan, el regreso al hogar después de muchos años de ausencia, los reencuentros con viejos amores y antiguas amistades y, entre otras cosas, los inconvenientes entre hermanos y padres a la hora de decidir la venta o no de la mansión familiar. Muchos elementos delicados que corren serio riesgo de inflamarse en cuanto se ponen sobre el tapete. Así lo comprueba Jerome, un joven economista que se instaló años atrás en Shangai y que ahora vuelve ocasionalmente a su pueblo de origen aprovechando un viaje de negocios a Londres que efectúa con su prometida, una colega china. Desde el mismo momento en que pisa su localidad natal Jerome va conociendo personas y hechos que alteran por completo la realidad que tenía de ellos. Especialmente graves son los que afectan a la casa de la familia, que en teoría ha ido a parar por vía del testamento y tras la muerte del padre, a la madre. Sin embargo, las cosas se van definiendo de forma inesperada.