No desmerece si se la compara con la cinta precedente, Divergente, que vimos en 2014, y hasta podría decirse que mejora a nivel técnico la realización y aporta algo más de consistencia a los personajes, pero es inevitable, porque era complicado sacar adelante una historia que tiende a la reiteración, que acoja algunos tiempos muertos y que no brille a la gran altura que se deseaba.

Si bien el director, un Robert Schwentke que ha sustituido a Neil Burger, demuestra sus cualidades narrativas, no puede impedir que la historia se resienta, especialmente en una primera mitad que cae a veces en la redundancia. De este modo esta segunda entrega de la serie Divergente, basada en la trilogía de libros de la escritora Veronica Roth, cuya primera entrega se editó en 2011 y que teóricamente debe culminar su compromiso cinematográfico con la adaptación de la tercera, Leal, podrá satisfacer ampliamente a su nutrida parroquia, pero no es un producto de excesiva envergadura.

Sus dos horas se dejan sentir más de una vez, provocando la impresión de que la trama está excesivamente alargada. Con elementos que remiten a la serie de Los juegos del Hambre y a la cinta El corredor del Laberinto, las imágenes nos sitúan en el recurrente escenario de un mundo futuro próximo al apocalipsis en el que la humanidad se encuentra inmersa en una especie de permanente guerra civil.

El foco se detiene, de nuevo, en tres protagonistas esenciales, los jóvenes Tris y Cuatro, que en su condición de divergentes y por el hecho de tener autonomía propia en materia de pensar y de actuar se han convertido en enemigos del régimen, y la dirigente Jeanine, que maneja a su antojo las tropas de Osadía para impedir cualquier revuelta y acabar con la vida de los revoltosos de Abnegación.

Sobre esta base se plantea una situación única, la huida desesperada de Tris y Cuatro, que naturalmente acaban cayendo en las redes del amor romántico, perseguidos por las agresivas tropas de Jeanine. Este esquema argumental da pie a que el auditorio se convierta en testigo de unos paisajes que pasan del verde intenso de la naturaleza al gris y negro de unas ciudades, sobre todo un Chicago casi calcinado.