Es, más que probablemente, la mejor película de la directora Daniela Fejerman, que ha pasado de largo de sus queridas comedias, del tipo de A mi madre le gustan las mujeres, para vincularse de pleno a un drama con toques devastadores y a menudo kafkianos. Se ciñe en concreto al tema de las adopciones en los países del Este, efectuando al respecto una descripción real y auténtica que llega bastante más lejos en sus apreciaciones de lo que es frecuente en estos delicados ámbitos. Tanto es así y tan rigurosa ha querido ser que ha utilizado los servicios complementarios en el guión de Alejo Flah, que escarba en el seno del problema con evidente conocimiento de causa. Es verdad que algunos extremos pueden haberse exagerado, pero la trama se inspira siempre en hechos contrastados. La película, por sus cualidades, ha formado parte de la sección oficial de la SEMINCI de Valladolid y ofrece una más que eficiente interpretación de Nora Navas y Francesc Garrido.

Aunque nunca se dice el nombre del país en el que transcurre el relato, si bien el rodaje se llevó a cabo en Lituania en régimen de coproducción con España, no es difícil comprobar que el escenario remite a Rusia y a repúblicas que estuvieron en la órbita de la ex Unión Soviética. Para el matrimonio que forman Natalia y Daniel es, en principio, un lugar que invita a la ilusión y a la esperanza. Han llegado aquí para formalizar los trámites de adopción de un niño y piensan que, con las lógicas dificultades, en cuestión de días podrán regresar a Cataluña con él en sus brazos. Una intermediaria nativa que habla inglés se encarga de facilitarles las cosas en un entorno marcado por unas condiciones casi tercermundistas. Pero lo que parecía que podría concluir pronto y bien se convierte en una pesadilla interminable a medida que pasan los días y la pareja descubre que la única opción para disponer de un niño es que acepten uno con graves discapacidades o con una enfermedad prácticamente incurable.