Entre el biopic inocuo y estanco que son todos los biopics y el drama de superación evoluciona este retrato de Stephen Hawking, el físico más popular del mundo contemporáneo, ahora protagonista de una película que recoge el lapso que va desde su emergencia en la universidad hasta la consecución de la fama internacional y las cimas tanto de su deterioro físico, como de su madurez intelectual, todo ello al amparo de un matrimonio más o menos perfecto.

La película, canela en rama para el aficionado a las interpretaciones gimnásticas, no empalaga en su trazado de la enfermedad y sabe desplazar el centro de interés a territorios simbólicos, como el eterno coqueteo entre fe y ciencia, una carta polémica que en pantalla se juega arteramente, de manera que no pueda indignar al espectador de uno u otro bando.

Un espectador que, por lo demás, asistirá a un espectáculo de absoluta y más bien ridícula impostura, a un entorno idílico poblado de personajes probos, diáfanos, íntegros hasta la médula y de una altura moral superlativa; un paripé que acaso cobrará cierto interés en su segunda mitad, cuando ronde el morbo de las veleidades sentimentales, auténtico hándicap de la extraña pareja protagonista.