Es el típico producto de terror postapocalíptico que sirve a menudo de vehículo de prueba para jóvenes cineastas que debutan en la pantalla o efectúan sus primeros largometrajes. Su mayor interés reside en que permite trabajar y elaborar una realidad que ellos mismos forjan a partir de su destreza en la realización. Con la ventaja de que no es necesario que aporten demasiados datos de una situación límite que es fruto de una crisis mundial que ha provocado el ser humano con su codicia y su ambición. En esta cinta el director Trey Edward Shults vive en gran parte de las rentas de este filón argumental, que ha obligado a los pocos supervivientes de un supuesto cataclismo a protegerse del caos en el seno de una mansión oculta en un bosque. Travis, el hijo de 17 años, asume su condición de objetivo primordial de la cámara, revelando que sus padres condicionan todo lo que hacen a proteger al adolescente. Lo que más les obsesiona es sobrevivir y salir adelante con las provisiones que han podido reunir.

Segunda película de Shults, intenta meter de lleno al espectador en el drama que se vive en un mundo desolador desde el primer fotograma, recreando la ceremonia de entierro de una de las víctimas del mal que hace estragos. Por suerte, el reducido clan encuentra una vía de salida a sus penalidades tras encontrarse en su camino con otra familia que ofrece su generosidad a cambio de poder subsistir en la misma mansión. Es el momento en que se impone la convivencia y la reflexión, algo complicado de que prospere en un entorno en el que no se dan los cauces naturales para ello. Muy al contrario, los antagonismos y las diferencias se acrecientan. Es obvio que son clanes opuestos, uno de clase media y raza mixta y otra de clase obrera, liberal y que huye del infierno de Nueva York. Relativamente interesante en su primera mitad, sus escasas innovaciones en el guion van perdiendo peso y entidad sin que realmente el discurso ofrezca las alternativas o las respuestas que se requerían.