Interesante y, por encima de todo, resuelta con una madurez narrativa evidente, nos catapulta a la Francia de 1921 con visos no declarados de biografía de Floren Foster Jenkins, poniéndonos en contacto con una mujer, que es aristócrata y que en la cinta se llama Marguerite Dumont, que se convirtió en una celebridad en el campo de la ópera a pesar de sus más que dudosas facultades para ello.

Dirigida por Xavier Giannoli (Crónica de una mentira y Chanson d´amour), formó parte de la sección oficial de la Mostra de Venecia y se hizo nada menos que con cuatro Cesar del cine galo, uno de ellos, plenamente merecido, para una actriz, Catherine Frot, que se convierte en la base esencial que sustenta toda la cinta.

Es una de esas interpretaciones portentosas. Marguerite, que es como la protagonista quería que la llamasen, está dividida en cinco capítulos que condensan su actividad como mujer, las relaciones con su esposo Andre en primer plano, y su actividad como cantante de ópera. Es el año 1921 y la diva se ha propuesto, ante el estupor de su marido, que con muy poca sensibilidad define su voz como una profusión de berridos, hacer unas pruebas y seguir los dictados de un asesor para debutar como cantante.

No parecen importarle demasiado las críticas que a menudo se ceban con ella y por el contrario sí toma en consideración las muy escasas que elogian sus supuestas virtudes tenoras, entre ellas las de dos periodistas que abusan de su buena fe y que saben que pueden sacar partido de la estabilidad económica de la marquesa. Marguerite se toma tan en serio su labor que se provocará una grave dolencia en la garganta, pero ni aún así renunciará a seguir cantando.

Con una hora inicial espléndida, que plasma con detalle el clima de hipocresía que crece alrededor de una mujer a la que nadie se atreve a decirle a la cara sus terribles carencias para la ópera, se abre paso a una segunda algo menos inspirada que sufre las secuelas de un metraje excesivo.