No es ni rutinaria ni tópica y hasta podría decirse que es imaginativa y que aporta soluciones creativas que certifican que Zach Braff, que dirige su segundo largometraje tras el innegable éxito en 2004 de Algo en común, tiene cosas que decir interesantes y que también posee cualidades narrativas para hacerlo.

Lo que sí salta a la vista es que su osadía por abarcar las máximas responsabilidades de la cinta, la dirección, el guión -aunque en colaboración con su hermano Adam J. Braff-, el papel de protagonista y la producción, no es fruto de un capricho. Es verdad que la película es irregular, menos brillante que su ópera prima y deja sentir algunos altibajos, si bien logra compensar esos defectos con brotes de humor más que estimables. Su propósito de forjar una comedia dramática, con momentos en los que quiere subrayar la emotividad, en ningún caso conduce a la frustración. De ahí que fuera presentada en el prestigioso Festival de Sundance.

En el escenario de Los Ángeles y en el seno de una familia judía, factor éste que tiene un peso considerable en la primera mitad, la cámara describe con evidente sentido del humor los entresijos de un hogar que atraviesa una situación muy delicada.

Especialmente en el plano económico, porque Aidan, el padre, es un mediocre actor que no encuentra trabajo, de modo que el peso de sostener a los dos hijos recae sobre la madre, Sarah.

Por si no fuera suficiente, es ella también la que aporta el equilibrio y la sensatez que requiere semejante coyuntura, fruto del hecho, sobre todo, de que Aidan ni siquiera ha encontrado las claves de su personalidad y se pasa los días fantaseando con sus sueños de adolescente, cuando pensaba que era un héroe con ínfulas de guerrero espacial. Pues bien, en este panorama tan poco dado al optimismo, la presencia de la figura del abuelo será determinante. Es la figura mejor diseñada del conjunto y la que denota mayor lucidez, una especie de conciencia crítica.