Lo único positivo y digno de resaltarse de esta película es que se trata, si se cumplen las palabras de sus productores, de la sexta y última de esta desdichada, anodina siniestra, nunca mejor dicho, saga de terror. Resulta inaudito que un filón tan execrable se haya prolongado tanto, nada menos que ocho años, desde 2007 hasta 2015, sin otro secreto que reiterar hasta la saciedad los mismos ingredientes y recursos y generando interminables dosis de aburrimiento, a pesar de que el metraje nunca alcanzó ni los 90 minutos reglamentarios, sobre la supuesta base de recrear con toque de documental un horror cotidiano.

Podría argüirse que se han rodado secuelas porque funcionaban bien en taquilla, pero no hay que dejar de lado que el escaso presupuesto de todas ellas, con nombres de cuarta fila y rudimentarios efectos visuales, permitía esa circunstancia sin arriesgar lo más mínimo.

Esta presunta despedida que supone Dimensión fantasma es otra prueba palpable de la ineptitud y de la irrelevancia del proyecto global. Supone el debut en la dirección de largometrajes de un Gregory Plotkin que se limita a vivir de las rentas, sin poner nada de su propia cosecha. Tanto es así que la única supuesta novedad, la aparición de un sacerdote que recurre al exorcismo de marras para poner fin al grotesco carnaval de los horrores no deja de ser una propuesta trivial, socorrida y, sobretodo, detestable.

Es complicado caer más bajo en estos, ya de por sí, antros del miedo. Ahora la familia que coge el testigo son los Fleeges, formada por el padre y la madre, Ryan y Emily respectivamente, y su joven hija Leila, que acaban de instalarse en su nuevo hogar y han descubierto en el mismo una antigua pero sorprendente video-cámara y una caja de cintas grabadas. La curiosidad, como siempre, les lleva a observar a través del visor, comprobando una actividad paranormal intensa y terrorífica que se aglutina alrededor de Leila.