Tras convertirse en héroe ciudadano en su anterior cinta, en la que solucionó el terrible y violento conflicto desatado en el West Orange Pavilion, ahora todos reconocen que Blart es un agente modélico al que hay que mimar, lo que conlleva que sea invitado por su empresa de seguridad a que asista de vacaciones pagadas a Las Vegas con su hija. Lo hará al mismo tiempo que se lleva a cabo un congreso sobre seguridad, con lo que la oportunidad para él es doble.

Naturalmente, como donde él acude también hace acto de presencia la inseguridad, nuestro agente deberá enfrentarse a un plan de robo en el hotel de obras maestras de la pintura planificado por un tipo tan poderoso como perfecto. Una nueva oportunidad, en definitiva, para que demuestre su solvencia, con acciones propias casi de Superman, y ponga a buen recaudo a unos delincuentes de guante blanco.

Pertenece por derecho propio a ese bloque de comedias de ínfima entidad que, sin embargo, gozan de un cierto trato de favor del público que conlleva el que generen alguna que otra secuela y que, por ello, disfruten de un trato privilegiado que en ningún caso merecen.

De hecho esta película podría considerarse como una solemne tontería, una pura estupidez que se limita a plasmar las excentricidades ridículas y burdas de un policía de seguridad encargado de hacer cumplir la ley en los grandes complejos comerciales. Es la segunda entrega de las andanzas de Paul Blart, un agente de seguridad afroamericano que debutó como personaje en la modestísima Superpoli de centro comercial, estrenada en España en 2009, que vuelve a hacer de las suyas, gracias a las ventajosas recaudaciones que alcanzó en Estados Unidos, ahora en el escenario más llamativo de Las Vegas.

Como suele suceder en estos casos, en la cinta se sigue el principio de Juan Palomo, «yo me lo guiso, yo me lo como», hasta el punto que el mismo protagonista, Kevin James, es coguionista y coproductor, con un conocido colega del actor, Adam Sandler, participando también en la financiación.