Históricamente, siempre hemos escuchado a la gente del cine español hablar de americanadas, películas comerciales yanquis que copan las taquillas nacionales mientras las nuestras, las patrias, las buenas, se pegan batacazos.

El tufillo despectivo de sustantivos como el mencionado –supongo que para contrarrestar el también injusto de españoladas– han dado paso en los últimos años a intentos de nuestra industria de hacer películas descaradamente comerciales –nada de malo hay en eso, oiga; más bien al contrario–, asequibles y con opciones a un buen puñado de euros. Pero aquí empieza el problema, aquí es cuando muchos, supongo, se estarán dando cuenta de que hacer una buena película comercial, un producto que ofrezca lo que promete en su tráiler o en su cartel, no es tan sencillo como parece.

Hablemos de The Pelayos. El asunto se apoya en una historia real extraordinaria, las peripecias por los casinos de una dispar y disparatada familia, y cuenta con un reparto de nombres eficaces y rostros conocidos. Buenos avales. Pero, ¿qué es lo que ocurre para que una historia como ésta, insisto, con visos de interesar termine siendo el ramplón reflejo cinematográfico de sus pretensiones?

Por partes… El guión y con ninguno gana –esa dichosa manía que hay en nuestro país de meter subtramas románticas donde y como sea; si hiciéramos aquí una peli sobre Auschwitz, seguro que dos prisioneros se terminarían enamorando mientras traman su escapada–; aparecen también estos tics tan patrios –personajes seudohumorísticos y campechanos para aligerar el argumento, los, como yo los llamo, antoniomoleros–… Falta un planteamiento unitario, de conjunto, sobra una concepción audiovisual irregular, incoherente –la banda sonora, más bien una sucesión de cortinillas televisivas, va desde el rock cañerito en una escena de sexo hasta el jazz seudocool en el casino, pasado por el indie-pop en los momentos amorosillos: todo vale; a veces, las secuencias son casi televisivas, convencionales, y en otros momentos al montador le dan un sanvito con los efectos–.

Poca cosa, poco entretenimiento, la verdad. Si quieren ver una peli buena, buena, consigan una de Gonzalo García-Pelayo, el hombre que inspira este filme –y por cuya interesantísima biografía se pasa de puntillas–: háganse con Corridas de alegría. De nada.