Llegué tarde, la vi comenzar y la solté en los primeros capítulos, me reenganché hace dos horas, y entonces me bebí la serie entera como se bebe un licor antiguo, como si tuviera entre mis manos el antídoto del mal del aburrimiento, la píldora que te señala el camino de la maravilla y la seducción. Es verdad que me lío con los Siete Reinos, que no distingo Desembarco del Rey de Invernalia, que no me sé el nombre de la saga de las casas que aspiran al Trono de Hierro, que a duras penas he aprendido a distinguir a los más destacados de la Casa Lannister de los de la Casa Stark, que tengo que mirar el nombre de la actriz que hace de Cersei Lanister, el de su hermano Tyrion, el de Sansa Stark o el de Daenerys Targaryen, la maravillosa Khaleesi, la Reina de dragones, la de Plata, pero sí sé que cuando me pongo a ver 'Juego de tronos' se para el mundo.

La otra noche vi el séptimo capítulo de la séptima temporada, y la estupefacción creciente estalló cuando la pantalla se fue a negro y empezaba un año larguísimo de espera de la octava y última. Hay escenas en ese capítulo, escenas entre la gran Lena Headey, la buenísima mala Cersei, y su hermano, el enorme pequeño Peter Dinklage, momentos de esta entrega entre Kit Karington y Emilia Clarke, con sus cuerpos iluminados por la tenue luz de la pasión, un culo, el de Kit, a la altura de la montaña de hielo que el dragón no vivo Viserion, bueno, me callo, que no quiero adelantar nada si sigue la serie y aún no vio el capítulo de larga duración 'El dragón y el lobo' que menciono, momentos, digo, escenas, repito, y giros de guión tan inesperados que dejan al espectador pegado a la pantalla, bobalicón y con una dependencia que sólo consiguen las obras maestras.