Pobre Rosa. Es lo que me sale decir, porque así lo siento, cuando veo a Rosa López, a Rosa de España, a Rosa. No es la que era. Y aunque en algunos aspectos la nueva Rosa haya evolucionado, o crecido, o cambiado a mejor, en otros no, en otros se equivocó y aún paga, y seguirá pagando, las consecuencias de no ser ella. Rosa ya no es Rosa de España. Es un producto. Sin personalidad. Ni siquiera su prodigiosa voz, aquella que nos ponía los pelos de punta, aquella que parecía haber nacido para el soul, es la misma. Debe de ser complicado asimilar el camino que va del asador de pollos en Armilla a tener para sí misma un programa al estilo de las Campos, las Kardashian, o los insufribles Alaska y Mario.

Toda una carrera hecha en 15 años. Pero sin fuste, como una plumilla que va y viene. Errática. No sé si muñeca rota o por romper. Pero algo no va. Sólo hay que ver lo que vemos en Soy Rosa, que emite TEN. Rosa es una mujer manejable que se ha dejado manejar, una especie de agradecimiento planetario por haber tenido la suerte de dejar de canturrear cortando muslos de pollo en la tienda de la familia y haber cambiado su obesidad por una figura esbelta. Pero algo no va. En Soy Rosa, el documental sobre la artista granadina, cuidado, mimado y lleno de aciertos de realización, y aunque parezca mentira, la peor parada es ella, la propia Rosa.

Detrás de ese tratamiento exquisito nada parece verdad. Todo queda impostado. Y Rosa, de nuevo, se deja llevar por «el mundo». Detrás, sin duda, la discográfica, que ve en el programa una oportunidad, otra, de relanzar a Rosa. Pero hasta que la propia Rosa no se relance a sí misma y diga hasta aquí, tocadme la seta, será eso, la pobre Rosa.