Cuando Ana Duato sonríe, chispean sus ojos azules -sin rastro de oscuridad después de 46 años en este mundo; no es lo habitual- y se le llena la cara de finas arrugas, que se han convertido ya en una de sus señas de identidad. Desde su elevada estatura, mira a menudo hacia arriba descubriendo las peculiaridades arquitectónicas del hotel donde es la cita para la entrevista y mostrando una curiosidad que le hace considerarse "turista permanente, por más que lleve viviendo en Madrid más de 30 años".

Llegó a la ciudad procedente de su Valencia natal, cuando era poco más que una adolescente, a buscarse la vida como actriz. No tardó en destacar gracias a sus trabajos en películas como El perro del hortelano o Adosados pero, sobre todo, en la televisión, donde series como Celia, Médico de familia o Querido maestro le allanaron el camino para interpretar el que, hoy, es el papel de su carrera: Mercedes Alcántara. Esta es la madre de la familia catódica más popular de la historia de la televisión española y pilar de la serie Cuéntame cómo pasó. Después de interpretarla durante 14 años es para ella como una segunda piel.

¿Contesta si la llaman Mercedes?

Por supuesto. Pero eso se produce en el rodaje, lo que es perfectamente lógico, o por la calle, cuando alguien te reconoce y quiere saludarte y charlar un momento contigo. Llevo tanto tiempo colándome en sus casas como Mercedes que la identificación actriz-personaje es inmediata, pero obviamente Ana es una y Mercedes otra. Yo la admiro mucho. En muchas cosas es mejor que yo. Representa a muchas mujeres por las que siento un profundo respeto en lo personal y, en algunos casos, también en lo profesional.

¿En qué le ha influido?

En ocasiones, cuando me pasa algo importante, pienso cómo reaccionaría ella. Me enseña mucho su actitud ante la vida desde su perspectiva de madre, abuela, compañera y amiga. Tiene más carácter que yo, y esa clase de sabiduría que permite hacer las cosas de un modo sutil; sin que se note demasiado. Sin hacer ostentación. Es sabia; alguien de quien asimilar muchas cosas.

¿Qué considera que ha aprendido usted?

Es una pregunta que me hago todos los días. A tener la mente más abierta, espero. A saber lo que me hace feliz y lo que de verdad importa, que es mi gente, y a disfrutar de cada minuto que paso con ellos. A estar en contacto con la naturaleza. A buscar la paz en esos momentitos en los que sientes que estás bien y que quizá no se dan todos los días, pero que, sumados, te reconfortan. Y no hablo de grandes proyectos, hablo de ver cómo caen las hojas de un almendro por una ráfaga de viento. Ese momento me lo están regalando y lo vivo plenamente. Lo grande siempre está compuesto de pequeñas cosas, y tal y como está la vida de difícil en este momento, quiero ser una superviviente de la felicidad y lucho por que esta crisis interminable que nos tiene sumidos en la preocupación y en el estrés no me robe la sonrisa. No se lo voy a consentir.

¿Se enfada mucho?

No; muy poco. Pero ocurre una cosa curiosa. Como mi expresión es casi siempre sonriente, cuando estoy pensativa por algo o más seria de lo habitual todo el mundo se preocupa mucho. Se me nota enseguida, porque me cambia la cara. Me enfada lo injusto, y eso engloba muchas cosas. La mentira y la falta de empatía en la que vivimos; que nadie sea capaz de ponerse en el lugar del otro; el egoísmo. Y, sobre todo, la gente que piensa que está por encima de los demás y no es capaz de entender que todos nos podemos equivocar en algún momento.

¿Y qué le queda por aprender?

La asignatura pendiente es siempre aprender a envejecer, y en eso me empeño. No me importan mis arrugas porque quiero que el tiempo se refleje en mi cara, al contrario de tantas mujeres que han borrado el paso de los años de sus rostros y parece que no les ha ocurrido nunca nada, como si fueran esfinges. No sabes si están asustadas o contentas. Me gusta ver cómo se expresan las personas a través de sus gestos, cómo miran, cómo sonríen, cómo transmiten. Y me importa muy poco lo que llevan puesto. Es que ni me doy cuenta. Por otro lado, si eres actriz, es doblemente importante no perder tu expresividad. Muchas que abusaron de tantos productos se están echando para atrás en esto porque no pueden hacer papeles de su edad, porque parecen mucho más jóvenes, y los que hay para mujeres de la edad que representan ya los hacen otras que tienen de verdad esos años.

¿Cree entonces que se están dejando atrás diversos comportamientos realizados de cara a la galería?

Es absurdo pretender ser lo que no se es, en mi caso, salvo cuando estoy haciendo un personaje. Quiero pensar que nos estamos recuperando de un tiempo en que la apariencia tenía una importancia excesiva. La ropa, las marcas, los coches cuanto más espectaculares mejor. Los tiempos difíciles borran lo superficial en cierta medida y nos hacen buscar nuestro ser natural, nuestras referencias. Creo que gran parte de la felicidad está en vivir con naturalidad. En aceptarnos y en tratar de mejorar lo que hacemos mal. Y en comprender que nacemos, envejecemos y el tiempo pone fin a nuestra vida. Es un proceso completamente natural.

Aun así, ¿deja espacio a la niña que, se supone, lleva dentro?

La guardo, la cuido y la alimento. Soy muy juguetona, muy de risas. Me encanta que me sorprendan. Por eso Imanol y yo nos llevamos tan bien; los dos somos mono en el horóscopo chino y nos hacemos reír todo el tiempo. Y cuando estoy con mis hijos, esa niña aparece con enorme facilidad y me pone de muy buen humor, me saca la alegría, aunque haya que hacer un poco de esfuerzo por cómo están las cosas.

¿Cómo recuerda su infancia?

Mi padre me llamaba ratilla porque me enteraba siempre de todo. Era muy observadora y lo sigo siendo porque, para mi trabajo, es muy enriquecedor. Ver las capas de cada cual, cómo la primera no consigue tapar la segunda, que acaba aflorando€ Y eso hace que disfrute sorprendiéndome por la vida, por las personas y por lo que sucede. Me mueve la curiosidad; intentar ver las cosas siempre de otra manera.

¿Fue de vocación temprana?

Empecé muy joven, con 15 años, pero yo no me recuerdo diciendo que quería ser artista con cinco o seis años, para nada. Vengo de una familia de pediatras y parece que todo el mundo pensaba que mi futuro iba a ir por ahí. Pero fui mala estudiante -esto lo cuento poco porque luego los niños lo utilizan-, y la interpretación me gustaba. Vi que podía haber una posibilidad de futuro en ese campo. Pero me he convertido en actriz con el tiempo. Lo primero que hice fue la película Madrid, de Basilio Martín Patino, con 17 o 18 años. Yo venía de estudiar teatro, y el cine no me gustó nada. Me pareció frío, falso, ficticio. Claro, ¡qué sabía yo entonces! De esta profesión te enamoras cuando empiezas a saber hacerla. A trabajar con gente que te enseña a crear un personaje, a estudiarlo, a meter toda esa vida en un suspiro. He tenido la suerte de trabajar con grandes actores y directores que me han enseñado mucho. Sobre todo Imanol, que es un genio.

Trabajó con Pilar Miró, con Mario Camus o Gerardo Herrero, pero enseguida encontró caladero en la televisión. ¿El cine es una asignatura que se ha dejado para septiembre?

Es exactamente así. Sí que me gustaría volver al cine en septiembre (risas). Antes decía que me daba igual, pero no es verdad. Siento la necesidad de participar en una historia que se concentre en un tiempo. Si pudiera elegir, haría un personaje que me remueva y que conmueva. Quiero correr ese riesgo. Estar en una de esas películas maravillosas que a veces nos salen aquí y que hacen que la gente abandone el cine tocada porque le haya mejorado su vida o le haya abierto los ojos para tener otros puntos de vista, otros ­horizontes.

Comenzó a despuntar en los ochenta, que es justo el momento histórico que cuentan ahora en la serie. ¿Cómo eran los jóvenes entonces?

Entonces, en plena movida, todo era muy loco, pero a la vez los jóvenes de entonces teníamos muy claro que la libertad era irrenunciable; una de las cosas más importantes de nuestra vida. Había conciencia y compromiso, en un momento muy creativo y lleno de colores. Y eso permanece y es muy importante, pero todo lo demás ha cambiado mucho.

¿Cómo ve a la juventud de hoy?

Ahora tienen muchísima más información que nosotros en los ochenta y la reciben a velocidad de vértigo. Y claro, se agobian. Me preocupa ese estar siempre conectados al Facebook; esa dependencia constante de las redes sociales que les permiten mostrar una vida y una personalidad en cierto modo ficticias; que les enseña tan perfectos como quieran ser. No quiero parecer una abuela de las que se han quedado atrás, porque necesito entender el presente, pero creo que está todo un poco desequilibrado.

A su entender, ¿qué les falta?

Seguridad en su potencial como individuos. Me cuesta trabajo entender su necesidad de que todo el mundo sepa cómo son, dónde están, qué están haciendo y lo que comen. Les pasa también a algunos adultos, ojo. Es muy importante hacer cosas sólo para ti; que el aprendizaje de tu vida sea tuyo, recuperar los beneficios de la soledad. No comprendo esos programas de televisión que muestran las vidas de jóvenes sin más objetivo que hacerse famosos o de algunos que, al parecer, lo son y que no aportan absolutamente nada a nadie, y mucho menos a quien se esté formando. No sirven para dar valor a lo que se tiene o para formar un criterio propio; sólo para convertir en una especie de necesidad que los demás juzguen tu vida constante y públicamente. Veo mucha ansiedad en los chavales, porque si están en un concierto quieren estar en la fiesta desde la que su amigo les está mandando mensajes. Si se pierden algo, no están al día y, al final, ni disfrutan del concierto ni de la fiesta.

¿Cómo cree que serán sus vidas cuando ya no sean tan jóvenes?

No lo sé, pero el mensaje que la realidad del país les está enviando es terrible. Ahí es fundamental la educación, que está siempre en el ojo del huracán. Yo quiero pensar que los padres lo harán bien; que les ayudarán a concretar los valores. Son ellos, los jóvenes, los que nos pueden salvar de esta, negándose a admitir una sociedad donde hay corrupción, donde se miente sistemáticamente, donde no está clara la línea del bien y del mal. Espero que, al igual que los Alcántara, crean en la honradez y en la dignidad individual. Uno por uno; no como borregos.

¿Qué habría que hacer para que este fuera, de verdad, "un país para comérselo", como dice ese programa suyo?

Es que ya lo es. Somos los hijos y los nietos de la guerra. Los padres y los abuelos fueron más luchadores; no les quedó más remedio. Nos lo pusieron más fácil, y hemos salido más comodones, más flojos. Pasar hambre marca la vida; esto es incuestionable. Pues con eso y con todo hay gente que he descubierto a través del programa, a la que hace tiempo se le borraron las cicatrices. Pescadores, agricultores, hombres del campo, de las viñas, que se emocionan con la tierra, y que transmiten a sus hijos el amor y el orgullo por lo que hacen. Ya sea podar los cerezos o pescar langostas a las cuatro de la mañana, respetando las leyes del mar para que los que vengan detrás hagan lo mismo si es lo que quieren hacer. Eso a mí me emociona. Son muchísimos, pero no salen en las portadas porque no roban. Los que lo hacen, al final, son cuarenta impresentables con mucha visibilidad.

¿Su cargo como embajadora de Unicef no le hace relativizar esta crisis de valores del primer mundo?

Es que la comparación no es posible. Cuando has visitado algunos de los países más pobres de la Tierra... ellos luchan por la supervivencia. Aquí, si tenemos sed, abrimos el grifo. Allí, esas madres cuidadoras, protectoras, que mueven el mundo, recorren kilómetros para acarrear el agua necesaria para sus familias. Aquí, salvo en casos extremos, si tenemos hambre, acudimos a la despensa. Allí, se levantan cada día pensando cómo se las van a ingeniar para conseguir algo de comer. Hay sitios que no dan ni para plantar patatas. En el primer mundo vivimos en el derroche, con los armarios llenos, con las casas hasta arriba de cosas que no necesitamos.

¿Qué debemos cambiar?

Debemos recuperar nuestra esencia, volver a pisar la tierra, sin tantos zapatos. No deberíamos necesitar tanto. Los niños montan un juego con una simple botella de agua; están locos por saber cosas, por poder estudiar, por tener un lápiz. Tengo mucha empatía con ellos. La sonrisa de un niño es lo que me hace más feliz. Si al final, igual tenía que haber sido pediatra...