Es el hombre de las mil leyendas. El adolescente que se fugó con su novia contra los deseos de su padre, el que lanzó un cóctel molotov contra una sucursal bancaria, el que se exilió en Londres, casi sin dinero, y el que vivía en bares, transformando en canciones sus reflexiones y amoríos junto a uno -o varios- chupitos de tequila. Con sus tropelías y sus correrías nocturnas, pocos son los que pueden negar que Joaquín Sabina se ha ganado a pulso la cara más quimérica de su fama. Pocos, salvo él mismo, que rechaza en su último disco todos los mitos que el mundo ha tenido a bien darle. "Ni rey de los suburbios, ni el Dylan español, ni juglar del asfalto. Lo niego todo", dice el artista en el tema que da nombre al álbum.

Desde el año pasado, su negativa ha recorrido ya medio planeta. Con Lo niego todo ha estado Sabina en Latinoamérica, Estados Unidos, Reino Unido, Francia y casi todos los rincones de España, entre los que incluía el pasado julio A Coruña con un concierto doble con el que agotaba localidades en pocas horas. Mañana, ya en el tramo final de su gira, regresará al Coliseum a las 22.00 horas para encandilar de nuevo al público coruñés con temas como Postdata, Lágrimas de mármol y Quien más quien menos, sin olvidar otros ya tan clásicos como Una canción para Magdalena.

La intensidad de estos versos, recogidos en su trabajo estrella 19 días y 500 noches, es la que Sabina ha recuperado para su álbum más reciente. Después de ocho años de silencio por su reticencia a meterse en un estudio, era la prensa la que ayudaba a la cocción de este decimoctavo disco con el single, surgido a raíz del titular de un periódico chileno que se refería a él como el "profeta del vicio". Desmembrar su propio mito, trocar su fachada de bala perdida por la del señor que llora en las sobremesas "con las películas de amor más cursis", es uno de los propósitos de este trabajo, que busca cambiar la leyenda para retratar al hombre en el que Sabina ha acabado convertido. "Si nunca fue del todo la persona de la que hablan cuando se refieren a él, a estas alturas tiene muy poco que ver con ella", asegura sobre la cuestión Benjamín Prado, que ha sido, junto al productor del álbum -Leiva- y el propio cantante, compañero incansable de este nuevo disco.

"La historia de Sabina", como la llama el poeta, se ve teñida en sus nuevos versos de esa luz más pausada que le ha dado al artista el atardecer de la vida. A tan solo un año de los 70, el músico no teme referirse a sí mismo ya como un anciano, aunque su actividad, su actitud e incluso su estética de vaqueros y eternas deportivas sigan siendo las de aquella juventud a la que canta en sus canciones. En ellas, emprende la ardua tarea de retratar el envejecimiento sin acabar ahogado en la tristeza. Y lo consigue, usando el tiempo vivido y perdido como combustible, como ha hecho siempre, desde esos primeros poemas que empezaban a rondarle como partituras a los catorce años.

Para la prosa, en cambio, no hay carbón que valga. El cantante, maestro de la lírica, se confiesa pez fuera del agua cuando se embarca en frases sin métrica, una odisea que le ha llevado a posponer una y otra vez el último sueño de su vida: sus memorias. Las de otros, mientras, son una de sus lecturas predilectas. En las esperas de los aeropuertos que propician las giras y en su hogar, donde vive hoy más recluido después de que un infarto cerebral le llevara a cambiar los bares por una vida más sedentaria, la literatura es la fiel acompañante de Sabina. Los libros le salvan de la soledad del músico, igual que hace el público cuando acude emocionado a ver actuar a ese artista que se imaginaba profesor, y que acabó llenando estadios. El Coliseum lo llenará también en el concierto de mañana, donde sonará un relato cuyos efectos, como bien resumía Prado, están claros incluso antes de la primera nota: directo al corazón.