Dice Eliahu Inbal (Jerusalén, 1936) que, cuando dirige a un buen compositor, siente que el cielo se abre. Cuando dirige a Mahler, sin embargo, es "el universo entero" el que se revela. "En él están todas las emociones humanas. Esperanza, miedo, fe... y hasta el misterio de la creación", asegura el director sobre el artista, uno de sus autores fetiches junto a Bruckner. Esta tarde (20.30 horas), el israelí se pondrá al frente de la Sinfónica de Galicia para dirigir el Kindertotenlieder del primero y la Sinfonía nº 7 del austriaco. Sobre escena estará también la mezzosoprano Okka von der Damerau, que completará con su voz el concierto en el Palacio de la Ópera.

¿Cómo es hoy su vínculo con estos compositores?

Son mis compositores, siento sus partituras como si fueran mías. La primera vez en mi vida que escuché a Mahler fue como un shock. Por supuesto que todos los buenos compositores que toqué por primera vez en Israel fueron como descubrir algo nuevo. Pero Mahler fue algo especial, y lo mismo Bruckner.

A Brucker lo trabajó con Sergiu Celibidache. Le dijo que tenía que estudiar con él más años, o sería como Bernstein.

[Risas] ¡Exacto! ¡Y por eso paré! [ríe]. Invitó a sus mejores alumnos a un almuerzo, y dijo: "Inbal, puedes ser el mejor director. Pero tienes que estudiar conmigo 10 años más o serás como Bernstein". Eran cosas de Celibidache. Él siempre estaba hablando mal de todos los directores. Y cuando se hizo mayor, también empezó a hablar mal de sí mismo. Decía: "Ay, cuando tenía 50 años, no entendía nada de música".

Ahora, con la experiencia de los años, ¿usted también mira así a su versión más joven?

No me critico. Está claro que, cuando empecé a dirigir, no era paciente. Quería ir al Everest de forma inmediata, porque cuando somos jóvenes empujamos con más fuerza. Con el tiempo, sin embargo, tenemos una perspectiva más amplia sobre los músicos. Así que se vuelve más humano.

¿El trabajo emocional con los intérpretes tiene más peso del que se piensa?

Sí. Cada músico es una personalidad. Caminan toda la vida como solistas y, de repente, se sientan en una orquesta y resulta que tienen que hacer todos lo mismo. Hay dos cosas que permiten que eso ocurra. La primera es la partitura y la segunda es el director. El director tiene que estar en íntimo contacto con el compositor para entender qué es lo que quería. Yo a veces, en un concierto, siento que Mahler me está hablando, diciéndome: "Haz esto, haz lo otro".

La primera vez que dirigió tenía 13 años, y salía de una situación tan convulsa como la Guerra de Independencia de Israel.

[Silencio] Era muy joven en ese tiempo. Tenía 12 años cuando Israel se creó como un estado. La guerra comenzó enseguida en Jerusalén. Estábamos casi cada día en el sótano, porque las bombas no paraban. Teníamos muy poco que comer, uno o dos vasos de agua al día y quizá un trozo de pan, porque Jerusalén estaba cerrado. Yo había empezado a estudiar violín justo antes, e inmediatamente por la guerra, todo se detuvo.

¿La música desapareció?

Sí. Y las escuelas no funcionaron más. Lo retomé cuando terminó la guerra, y ahí fue también cuando dirigí por primera vez.

Se habla siempre de la capacidad de la música para unir a las personas. En un momento de crispación como el hoy, ¿la partitura es uno de los pocos puntos de encuentro que nos quedan?

La música es un común denominador para toda la humanidad, porque nos habla a cada uno de nosotros. Pero no me hago ilusiones, porque algunos de los peores dictadores de la historia amaron la música. Hoy estamos en una situación muy peligrosa en el mundo, que puede llevarnos a una Tercera Guerra Mundial. Pero yo creo que el problema de las guerras es que las decisiones sobre ellas las toman los políticos, no el pueblo. Si le preguntas al pueblo, este nunca querrá la guerra.