Tanto por el hecho de ser más o menos coetáneos (el austríaco bastante mayor que el bohemio), como por el aprecio que Mahler experimentaba por la música de Bruckner, podría pensarse que sus composiciones tendrían ciertas similitudes. Pero nada hay más diverso que las partituras de uno y otro. Donde en un caso hay reiteración obsesiva, en el otro hay verdadera variedad de ideas; si en Bruckner, la orquesta es maciza, pesada, masiva, en Mahler puede alcanzar una gran ligereza y una asombrosa variedad tímbrica; si el uno basa el desarrollo de su música en una sólida y férrea armonía, el otro utiliza la melodía como indispensable elemento de cohesión ("en mi música todo canta"). Tal vez por eso, también las dos versiones que hemos escuchado a la Orquesta Sinfónica fueron tan diferentes. Las Canciones para los niños muertos alcanzaron una versión sublime. Se escuchó cada nota, cada motivo, cada tema de un modo absolutamente perfecto, con el volumen justo, sin la menor distorsión. Fue una interpretación refinada y precisa, justamente premiada por el público, aunque tal vez sus manifestaciones no alcanzaron la duración merecida. Porque además, se contó con una mezzo de voz bellísima, que canta como los ángeles (solo oírle repetir Augen, con un intenso pianísmo vale un concierto). En la sinfonía de Bruckner, primaron las violentas sonoridades, esos crescendi que culminan en un clímax fortísimo (de cuatro efes, como mínimo). Y, por añadidura, las tubas wagner no siempre estuvieron precisas. Eso sí: al público pareció gustarle especialmente la obra (una hora de duración) y las ovaciones se sucedieron; de manera que Eliahu Inbal pareció muy satisfecho del resultado. Él es un gran maestro, siempre un valor seguro por su veteranía y talento.