Desde que era un niño, a Xavier Güell (Barcelona, 1956) le ha perseguido el fantasma de Gaudí. Estaba en los rincones de su casa, en cada anécdota que su familia recordaba sobre aquel genio al que su bisabuelo, Eusebio Güell, tuvo el acierto de amparar como mecenas. La relación entre ambos, más "un sueño" compartido que un "paga y encarga", la ha convertido en novela en Yo, Gaudí. El escritor, durante años director de orquesta, retrata en su obra todas las facetas de este autor aún desconocido, que presentará este miércoles (20.00 horas) en la Fundación Seoane como parte del ciclo Pensamentos urxentes.

¿Todavía no sabemos quién fue Gaudí?

No. Gaudí es el arquitecto español más admirado y, a la vez, el más desconocido. Esta contradicción es algo que he intentado paliar en el libro, dando respuesta a todas esas preguntas que cualquiera se hace: ¿Quién fue? ¿Cuáles fueron sus impulsos creativos? ¿Y su ideología política?...

A la hora de responderlas jugaba con ventaja. Es descendiente de Eusebio Güell, uno de sus grandes mecenas

Sí, soy su tataranieto. Por eso en mi familia Gaudí ha sido siempre un tema recurrente. Desde niño escuchaba a mi padre y a mi abuelo hablando de esa relación única que tuvieron él y Gaudí.

¿En qué momento se cruzan?

Se conocen cuando Gaudí tiene 26 años y ha salido de la escuela de arquitectura con más pena que gloria, suspendiendo la mayor parte de las asignaturas. Güell tiene 31 años y visita la Exposición Universal de París de 1875, y ahí ve una vitrina que le llama la atención. Pregunta quién la ha diseñado, e inician una relación que va a cambiar la imagen de la Barcelona de principios del siglo XX.

El mayor legado que dejó Gaudí en ella fue la Sagrada Familia, ¿estaría satisfecho con su deriva actual?

No. Pero Gaudí de todas maneras se equivocó. Cometió el error de no escoger a su mejor discípulo, Josep Maria Jujol, que es el responsable de cosas como el banco ondulado del Parque Güell.

¿Por qué lo rechazó?

Yo creo que, como tenía tanto talento, tuvo miedo de que no respetara los contenidos que él quería que se siguieran. Hay un poco de mezquindad en esa decisión, y por eso hoy la Sagrada Familia es un cajón de sastre que no responde a lo que podría haber sido.

Gaudí partió de la corriente modernista, pero supo marcar su propio estilo. ¿Era igual de individualista en su vida?

Sí. Gaudí era un tímido enfermizo, una persona hosca e impaciente que se fue recluyendo en sí mismo. Se convirtió en alguien que trabajaba en la soledad más absoluta, pero que era capaz de volcar sus pasiones en sus obras.

¿Eran un reflejo de su vida?

Sí, su obra es muy personal. El Gaudí que se conoce, el místico que va casi como un mendigo y al que atropella un tranvía, es la última faceta. Pero vivió diferentes etapas. Fue un socialista convencido, un dandi comprometido con una estética superficial en su juventud, y luego uno que encuentra la religión. La muerte de Güell en 1918 para él fue fundamental, porque le sirvió para romper los lazos con la sociedad de su tiempo. Al final de su vida, lo consideraban un viejo carcamal que había de ser superado. Pero Gaudí nunca quiso ser moderno, quiso ser eterno.

En su primer libro, La música de la memoria

Lo que hago es lo que he hecho siempre, que es interpretar. Recuerdo que, cuando dirigía, llegaba a identificarme tanto con la partitura que pensaba que la había compuesto yo. Esa identificación con los personajes es lo que hago en mi literatura. Está muy próxima a la música, porque el punto entre el sonido y la palabra es el lugar en el que me encuentro bien.