Quienes pasan por delante de él en el Palacio de los Deportes, verán solo a un conserje. Aquel al que acuden si necesitan las llaves de una sala, o al que avisan si una gotera ha creado un charco peligroso en el pasillo. Pero las personas son más que sus apariencias, y Julio Ramilo, custodio de la portería del recinto, esconde una doble faceta. Por las tardes o por las mañanas, cuando se lo permite su horario a turnos, el bedel se encierra en su estudio a pintar y moldear rostros, paisajes y esculturas, en sesiones que pueden alargarse hasta las cinco horas si las ansias, reconoce, le vencen.

Con el tiempo, las obras del coruñés han desbordado las paredes de su hogar en la calle Damas, y se han impuesto en las de otros. "Mi galería es la casa de mis amigos y mi familia. Son los que exponen todo lo que les gusta", cuenta entre risas el pintor. Fue precisamente su círculo íntimo, y no su ambición, lo que le impulsó a salir del anonimato. Con 57 años, Ramilo hace tiempo que desechó "la vida de artista", pero no pudo sortear las insistencias continuas de su hermano mayor. "Me estuvo comiendo el coco para darme a conocer y hacer esta exposición. Es la primera individual y seria que hago", explica el coruñés.

La muestra a la que se refiere es Recunchos, una serie de piezas de sus últimos ocho años como creativo, que inauguró ayer en la Casa Museo María Pita. Cerca de uno estuvo aguardando hasta lograr el permiso para exhibir en el centro, en el que recogerá cuatro esculturas, una decena de óleos y varios trabajos de cerámica hasta el 16 de diciembre. La protagonista de todos ellos es la Ciudad Vieja, el barrio que ha convertido en su lienzo particular. De él ha retratado algunos de sus puntos más pintorescos, los que tenía "más que estudiados", como la plaza de Azcárraga, y otros capturados a pie de calle como As Bárbaras y A Zapateira.

Entre sus adoquines y edificios históricos, se dejan entrever en las pinturas rostros curtidos por el sol y por las calles. Se trata de esas personas que viven al margen de la sociedad pero que, sin embargo, todos reconocen en el barrio. El artista confiesa que tiene algo de pintor de los desamparados, a los que ha dedicado gran parte de su colección. "Me gusta la mirada que suelen tener. Una mirada de tristeza pero limpia, de esa gente que por circunstancias de la vida ha acabado ahí, pero que no es mala", apunta Ramilo.

El estilo con el que los recrea es el blanco y negro, con guiños a la estética de los 80. Es una técnica que ha ido desarrollando a lo largo de los últimos diez años, en los que ha combinado su profesión con cursos de escultura, cerámica y policromía en la Escola Pablo Picasso. Cuenta el coruñés que "compaginar ambas cosas era difícil" y que los demás alumnos le sacaban inevitablemente ventaja. "Trataba de terminar a toda prisa los trabajos, pero me vino bien. Me abrió la cabeza a las ideas de la gente joven cuando yo ya tenía la mente caduca", reflexiona.

El artista reconoce que sus estudios llegaron relativamente tarde, pero que el "gusanillo" siempre estuvo ahí. Lo alimenta desde la infancia, cuando imitaba los dibujos de Disney a los que era aficionado, y también desde la adolescencia, en salidas en las que realizaba apuntes para sus paisajes. Después, sin embargo, llegó la vida, y se acabó el soñar sobre el papel. "Trabajaba y no pude estudiar. Cuando empecé a turnos es cuando me lo propuse", explica el pintor, que siempre tuvo a mano algún tipo de expresión artística.

Además de la pintura, Ramilo fue durante 16 años miembro del Coro de Cántigas da Terra. Como homenaje a aquel tiempo, el coruñés donó ayer a la asociación una escultura realizada en polvo de mármol, en la que una pareja de gallegos se entrega a la danza. La cesión de la pieza formó parte de los actos de apertura de la muestra, a la que el creador fía sus próximas exposiciones. "Haré una conjunta en febrero, en la Casares Quiroga, pero todo depende de si esta gusta. Si veo que no, seguiré llenando las salas de estar de mis amigos", se carcajea.