Inestabilidad, disputas territoriales y crisis económica. No hay mejor momento para ser filósofo político, o eso parece indicar la carrera literaria de Daniel Innerarity, que publica en los últimos tiempos casi un libro por año. El último es Una teoría de la democracia compleja, un escrito en el que continúa las reflexiones de renovación institucional que planteó en 2015 con La política en tiempos de indignación. Que "la amenaza de la democracia no es la corrupción, sino la simplicidad" es la tesis que sostiene en su relato, que el Premio Nacional de Ensayo compartirá este martes en la Seoane (20.30 h.) con el ciclo Pensamentos urxentes: mirar, pensar, escribir.

¿La democracia no ha sabido seguir el ritmo de los tiempos?

La democracia no renovó sus conceptos y, cuando ha seguido el ritmo, lo que ha hecho ha sido adaptarse a escenarios que no respetaban sus valores fundamentales. Yo defiendo que hagamos un esfuerzo común para ver cómo podemos mantener los grandes ideales de la convivencia democrática en contextos que van cambiando.

¿Qué ha quedado desfasado en nuestro sistema político?

Ha quedado desfasado el concepto de poder, de soberanía y de división de poderes que formularon hace años grandes pensadores que tenían delante sociedades muy simples. Pero nuestro mundo es de un pluralismo intenso...

Y crispado. ¿Eso favorece o fractura la posibilidad de un consenso para el cambio?

La sociedad es siempre un equilibrio entre momentos de antagonismo y de cooperación. No deberíamos escandalizarnos demasiado de que haya una cierta dramatización de las diferencias, porque eso forma parte de un sistema político como el nuestro. La lógica electoral está invadiendo todo el proceso político. Se gobierna con criterios de campaña y se tiende a maximizar el momento de antagonismo en perjuicio de todas aquellas decisiones que solo podrían tomarse con acuerdos más amplios.

¿La simplificación es una estrategia política?

Es una estrategia política que da buenos resultados en el corto plazo, y que, en el largo plazo, suele dejar peor las cosas de lo que están.

Su libro propone un sistema que no sea excluyente en sus valores, ¿cómo se conjuga con la rotura del diálogo político?

Me parece que el diálogo político no se ha roto del todo. Lo que ha ocurrido es que hay una polarización. Mi tesis de fondo es que la democracia es un sistema de gobierno que incluye muchos elementos que tiene que conjugar en un equilibrio siempre inestable. Por eso todo el perfeccionamiento de la democracia depende de que la hagamos más compleja, para que esos valores se hagan presentes en la vida política. Pero hay muchas veces en las que, siendo muy demócratas, ponemos en juego procedimientos que nos llevan a enormes estupideces colectivas.

¿Qué sería lo inteligente?

Organizar las cosas de tal forma que no tengamos que esperar demasiado de líderes extraordinarios, ni temer demasiado de malvados que son una desgracia para las instituciones.

Hoy hay menos personalismos políticos, dado el gobierno de coalición. ¿Le esperanza el hermanamiento?

Yo creo que en política es bueno siempre partir de la situación de hecho, que es que los que han sido capaces de ponerse de acuerdo son los que hoy están en el gobierno y merecen un crédito. Las críticas a los gobiernos ya son preventivas, pero yo creo que hay que tener cierta paciencia política, esperar que haya resultados y juzgar de acuerdo con ellos.

¿Hace falta también un ejercicio de responsabilidad por parte del electorado?

Sí. Generalmente las derechas se quejan de que la gente no obedece lo suficiente a sus representantes, y la izquierda de que los gobernantes no hacen lo que el pueblo sabio e inocente cree que habría que hacer. Pero no hay que entenderlo en términos de obediencia. Hay una correlación entre sistemas políticos buenos y pueblos sabios, y entre sistemas políticos fallidos y pueblos muy torpes.

Últimamente hemos vivido el 8-M, el 15-M... ¿Vamos hacia una mayor intervención política por parte de la sociedad?

De entrada, sí. Pero la clave de que esto funcione tiene que ver con que haya una relación fructífera entre movimientos sociales y un sistema político que sea capaz de recoger todo eso y darle una forma política, porque los gobiernos no se pueden convertir en simples acatadores de lo que una masa que presiona pretende conseguir.

El movimiento independentista es uno de los que cuenta actualmente con una mayor capacidad en ese sentido. ¿Cómo debería afrontarlo una democracia compleja?

Lo primero, haciendo un buen diagnóstico, y lo segundo, utilizando conceptos más sofisticados. Por ejemplo, si hablo de legalidad considerando que debe ser compatible con una verificación en términos de apoyo popular de las constituciones, estoy tomando un valor y desconectándolo de lo demás. Y, si considero que el procedimiento democrático es solo un pueblo que decida en referéndum, estoy haciendo un Brexit. Tenemos que ser capaces de compatibilizar principios democráticos, pero ¿qué liderazgo es capaz de explicar que la solución al conflicto nos va a exigir cesiones incómodas y difíciles de comprender?

¿Un Estado federal sería una solución?

Un Estado federal puede ayudar, pero hay que tener en cuenta de que en España había un problema de reconocimiento de comunidades que tenían una persistente voluntad de autogobierno. Y creo que todo lo que sea poner este tipo de problemas en una solución idéntica para todos fue y seguirá siendo un error. Cataluña exige un tratamiento específico, no se va a resolver con un café para todos.