Quienes lo vivieron lo recuerdan como una mezcla de confusión y ganas. Desde el escenario sonaba Badía, un grupo coruñés de la época, que tuvo que pasar el mal trago de tocar „ellos, los primeros„, en aquellas tablas en las que se canta casi al oído del público. Con una media de dos conciertos a la semana, ya han sido muchos los intérpretes que han pasado a estas alturas por el Jazz Filloa, pero su fama de prueba de fuego sigue intacta. "Los músicos se sienten cohibidos, incluso los veteranos, por tener a la gente tan cerca y calladita", asegura Alberto Mella, uno de los propietarios.

El vértigo de esa noche, sin embargo, no estaba solo bajo los focos. Tanto Mella como Antonio Rodríguez, su compañero de aventuras, lo sentían en la piel por el inicio de un sueño que no sabían cómo acabaría, pero en el que se conducían "sin miedo". Ambos eran "muy jóvenes", y lo habían apostado todo a una sola carta, arañando el poco presupuesto del que disponían. Tras poco más de un mes afanados en las obras, los melómanos abrían en los 80 su sala en la Rúa Ciega, de la que el local no se ha movido en casi 40 años.

La cifra la alcanzarán dentro de unos meses, este 29 de diciembre, y lo celebrarán con una gran fiesta. De nuevo crecerá la expectación en los estómagos al cruzar las características puertas rojas del edificio, y pasar por debajo de las letras de madera de las que el club presume en su fachada. El recorrido lo han hecho figuras como Jorge Pardo, la amiga de Charlie Parker Sheila Jordan, o Joe Henderson. "Aquí hemos tenido a todos los grandes tocando, o simplemente visitando el local", afirma orgulloso Rodríguez.

El dueño recuerda con especial cariño el día en el que se encontró a Herbie Hancock en la barra. "Es un número uno, pero fue muy agradable, y estuvimos charlando", dice sobre el famoso pianista. También desde otros géneros se internaban en el Jazz Filloa. Loquillo, dueño del rock and roll, solía quemar sus tardes en el club, en el que terminaba después de rebuscar entre los tesoros del vecino Discos Portobello.

Cuando recalan en la sala, los músicos suelen dejar un regalo. Ellos son en parte los responsables de la extensa colección musical del Filloa, que cifra en más de 1.000 los vinilos que almacena. Muchas son esas mismas pistas que sus propietarios trataban de poner en los bares de jóvenes, desesperados por alguna migaja de jazz. "No teníamos dónde escucharlo. Si en algún sitio ponías un disco, la gente se ponía a protestar", cuenta Rodríguez.

En la carencia, él y Mella vieron la posibilidad, y se construyeron a medida una sala para el género. Musical 47, otro icono de la urbe, les prestó un puñado de instrumentos para esa primera etapa, de la que procede una de las reliquias del local. Aunque han recibido ofertas, en el Filloa se resisten a vender su "emblema", un saxofón de finales de la Segunda Guerra Mundial hecho en plástico por la falta de metales. Su precio fueron 10.000 pesetas, que se restaron a unas cuentas que boquean desde los 80 en busca de equilibrio.

En el local reconocen que han vivido "40 años al límite", y que llegaron a estar "dos meses sin conciertos" en las horas bajas. Aguantar ha sido cuestión de "cabezonería" y "paciencia", y también de aprender a "vivir apretados". Saben que "lo normal sería cerrar", pero siempre rechazaron la idea. "Para sobrevivir hay que tener ganas en el bolsillo. Esto es lo que queremos", afirman.