No es un producto vulgar destinado a vivir de las rentas del terrorismo internacional o a valerse de la propaganda como plataforma ideológica, sino que trata de acercarse a una realidad trágica, la del asalto al Taj Mahal, uno de los más lujosos hoteles de la ciudad india de Bombay, con las armas de la verdad y del rigor.

No se ha culminado en este sentido la tarea de mostrar al mundo una masacre impecable terrible que provocó más de una treintena de muertos, aunque sí hay una mirada meticulosa sobre un suceso abominable. Con acciones de tal crueldad que no discriminaba a la hora de incrementar el número de víctimas, todas ellas ejecutadas con una frialdad espeluznante, el director Anthony Maras, que efectúa aquí su debut en el largometraje, ha logrado aportar un testimonio que no dejará indiferente a nadie.

De origen greco-australiano, Maras demostró su buen hacer en el corto The Palace, que escribió y dirigió, y en el que describía la invasión turca de Chipre en 1974 con imágenes rodadas a lo largo de la Línea Verde de la ONU en Nicosia.

El atentado de Bombay tuvo lugar el 26 de noviembre de 2008 y fue llevado a cabo por un grupo de terroristas pakistaníes armados hasta los dientes que trataban en teoría de responder a los enfrentamientos acaecidos en Cachemira, en el Norte de la India, en el contencioso por la independencia de un territorio que Pakistán hace suyo.

En sus más de dos horas, la cinta, que se filmó en el propio Bombay y en Australia, no da tregua alguna a la hora de reflejar la estrategia de los asaltantes, empeñados en primer lugar en ocupar el edificio del Taj Mahal para proseguir entonces con una actuación demoledora y sangrienta sobre los clientes. Lo más importante y revelador fue que el personal del hotel no huyó del teatro de los combates, sino que prefirió quedarse escondido para ayudar a la liberación de sus compañeros.