Carece de virtudes que eleven esta película por encima de los niveles de la primera entrega, que dirigió Robert Letterman y que obtuvo una más que loable acogida en taquilla, factor éste que, por supuesto, ha aconsejado a los productores rodar esta secuela. Las cosas no han salido demasiado bien, aunque puede aspirar a entretener a un auditorio quinceañero que se acerca con un mínimo de interés a un cine de terror atenuado que a menudo prefiere suscitar la sonrisa que el miedo. Pero está muy claro que la segunda aventura de los personajes creados por el novelista R.L. Stine no es el entretenimiento brillante y llamativo que se pretendía, algo que se aprecia por encima de todo por la exagerada recreación en la pantalla de un "muñeco infernal" que no da de sí lo que se pretendía. Además, el nuevo director, Ari Sandel, que dirigió previamente dos títulos, 'El último baile' y 'La primera vez que nos vimos', demuestra su desconocimiento de un género que nunca había abordado.

Con estos datos, se comprende que la cinta no haya roto las barreras de lo simplemente discreto. Heredera, por otro lado, de una sumisión al fenómeno Halloween que es algo más que una moda que está desbordando todas las expectativas de Hollywood, ni siquiera formará parte de la más modesta antología al respecto.

Nos refugiamos en el seno de la familia Quinn, compuesta por la madre, Kathy, y los dos hijos, Sarah y Sonny, y a los que se une a menudo Sam, el amigo inseparable de este último. Los dos chicos disfrutan coleccionando objetos que la gente no quiere, motivo por el cual se meten a menudo donde nadie les llama. Es así como entran en un ruinosa y tétrica mansión en la que se tropiezan con Slappy, una marioneta con elementos diabólicos. Y con este no invitado en casa tan siniestro no debe sorprender que el muñeco, que tiene un control absoluto del habla, termine por autoinvitarse para sembrar el miedo. El resto hasta el final, con una presencia fugaz de Jack Black, se sustenta sobre el secuestro de Kathy.