Ya pasó lo peor. He dejado unos días para atemperar ánimos, para no reproducir la mala hostia que se le pone a uno no con el trasiego de pasos sobre los que se exhiben figuras de la iconografía católica, apostólica y romana en cuya fe se reconocen muchos de mis semejantes, llegando al delirio de sus emociones en los siete días, y quizá con sus noches, de la semana pasada. Hasta ahí, perfecto. Cada uno cree en lo que quiere y lo manifiesta de la mejor manera. Faltaría más. Incluso puedo entender que las calles se corten, que el despliegue de esculturas en volandas termine agobiando a todo el mundo, incluidos a los no creyentes. No pasa nada. Hay otras celebraciones con menos tirón popular que hacen lo mismo y hay que aguantarse.

Más o menos de esto se habló la otra mañana en Espejo público, Antena 3. Pero hubo un matiz, que ya no es el matiz sino material grueso, estructura de país, de Estado. ¿Por qué sigue maridándose el Estado con la iglesia católica, por qué se sigue fomentando esa mezcla que debería de estar más que separada? ¿Por qué hay que ver con normalidad lo que es anormal en un país que se dice aconfesional? ¿Por qué TVE, La mañana, conecta en directo como no conectó con las marchas de las mujeres el 8 de marzo o con la de los pensionistas y sí lo hizo para ver cómo cuatro ministros, la mitad del Ejecutivo, se van a Málaga a besarle los pies a un Cristo, sea de muerte buena o de infarto? ¿Por qué La Legión, que es Estado, forma parte de una fiesta religiosa? Elisa Beni se hacía estas preguntas, pero el resto de tertulianos, encolerizado Marhuenda, desatada Carmen Pardo, se la comían. Esto no tiene arreglo. O sí. A ver cuándo.