Cuando el realizador pinchó un primer plano de Ainhoa Arteta sujetándose la cara por la emoción, con sus ojos echando chispas, y luego el de Nacho Duato, fijo y embobado, sin poder hacer nada porque también lloraba su emoción, servidor ya llevaba rato con el lagrimón resbalando mejilla abajo. También los acertados planos del joven director de orquesta Andrés Salado, entornando los ojos para seguir la melodía, y abriéndolos como para confirmar que en realidad estaba escuchando lo que estaba escuchando, formaron parte de un universo de verdad inaudito en televisión, y eso que al formato le han salido ramas asilvestradas hasta el empacho.

Vayamos por partes. Tanta emoción la despertaba un niño de 14 años, Jaime Infante, interpretando frente al mentado jurado la melodía más conocida de la obra maestra de Spielberg 'La lista de Schindler'. Y lo hacía en uno de los mejores estrenos de programas de talentos que he visto, Prodigios, en La 1. Era la noche del sábado, y era auténtica televisión pública. Escojo entre el resto de niños al violinista adolescente por no marearlos mucho, pero todos ellos, todas ellas, tenían la cualidad, incluso la maestría de la danza, del canto, de la interpretación musical, de una sensibilidad especial para sus disciplinas.

Incluso el presentador, Boris Izaguirre, al que no soporto en su faceta histriónica parodiándose a sí mismo, estuvo elegante, y no por ello fresco y natural, como cuando dijo que el traje que llevaba lo había cogido del armario aunque era de su marido, Rubén. Oportunísima pedagogía por la diversidad y el respeto sin soflamas ni consignas. Prodigios enseña, entretiene, emociona, y tiene un jurado que no parece amarrado a un guion para cretinos.